Cumpleaños, narcisismo, gratitud y limonada


No sé ni por dónde empezar. Sí, hoy hace un año que nació este sitio. Para mí ha sido un lugar donde mirarme y ser mirada. Lo de mirar vino antes, y también después. En cualquier caso, la mirada es básicamente lo que aquí se juega. Y yo lo he sido mucho, muchísimo, tanto, que ha superado con creces mis expectativas. Y después de la mirada han llegado susurros, confidencias y lazos que se han ido anudando y que ahora parecen entrañables y mucho más antiguos. Y muchos, muchos gestos de generosidad, de simpatía, de manos tendidas en el momento justo. No tengo ni siquiera aquí, en este infinito espacio virtual, lugar para recordarlos todos. Pero todos lo sabéis o, por lo menos, he hecho lo posible para señalarlos en su momento, para que supiérais que lo sabía. Y ahora sólo quiero deciros gracias, muchas gracias a todos, por todo.

También hace algunos días, recibí el último de los muchos premios virtuales que habéis tenido la generosidad de entregarme. Se trata del premio Limonada que me llega desde Chile de manos de mi querido Horacio Lobosluna y que se entrega "a blogs que muestren gran actitud y/o gratitud". Ya sé que la definición no está clara, pero, ¿qué importa?. Yo lo he recogido con mucho gusto y, tal como ordena el canon, voy a entregarlo a cinco amigos más. Y voy a hacerlo con gran alegría porque, por fin, no lo han recibido antes o al mismo tiempo que yo. Sé que a algunos no les gusta seguir este pequeño ritual, así que, sin ningún compromiso, queridos míos, el carrito de limonada es para: Alfaro 1 y 2 , Daniel Damián, Conde de Galcerán, Marisa de la Peña, Goliardo y Ani Bustamante con todo mi cariño.

No sólo he recibido miradas, premios e innumerables gestos de amistad, sino incluso bellísimos poemas y hasta un cuento pensado para mí. Y puesto que en su momento cometí la grosería de no traerlos aquí, espero me sea ahora perdonada con este intento de reparación.



De Rosa Bruch, desde su June

I.M.

A BEL

Con los ojos hacia dentro,
y hacia afuera,
siembra y recolecta
letras templadas, heridas
entre cerebro y corazón.

Sus dedos teclean
tentando al alfabeto.
Vuelta atrás,
corrigen, y esperan,
reescriben y siguen
esperando...

Entonces, llega el compás
para la nota precisa, palabra
entre el polvo de la razón,
y la ceniza del sentimiento.

Es el momento:

la física confirma que,
a pesar del error,
la teoría de las cuerdas
se cumple:

Vibración armónica se disuelve
en cantos por los campos
de abiertas amapolas.

Eso suele suceder, en octubre



De Marisa de la Peña, desde sus Papeles de Claudia


M.P.

A mi querida Bel, que llegó con sus amapolas de octubre un frío día de invierno... Y me trajo a Mertxe y a Graciela.

Si alguna vez, al borde del camino,
te sentaras, cansada y solitaria,
sedienta de un momento irrepetible
y te llega un aroma de amapolas
suave, dulce, profundo y penetrante,
sabrás que ella está allí...

Con su presencia cálida y serena
envolverá tu mundo,
porque las amapolas en octubre,
conocen el secreto
que guardan los jardines,
y las fuentes sonoras,
y las tristes gacelas
de amores desolados
y versos repetidos
en noches de silencio y luna clara.

Y te arrullan con suaves melodías,
y te muestran senderos transitados
por cuadros de Magritte,
y cine en blanco y negro,
y granadas abiertas,
y afectos que se enredan.

Las amapolas llegan en diciembre
un día resuelto en gris.
Y para ti ya queda,
instalada sin más, la primavera.



De Gloria, cuando Lo raro es vivir


Amapola

Te pienso
y veo el rojo terciopelo
que cubre mis pétalos
vacíos de silencio.

Te llamo
y viene a acariciar
el negro surco
de tus palabras encendidas.

Te aprendo
como influjo de vida
que rodea el polen
de mis letras rotas.

Te aguardo
y viene tu corazón
amarillo a alentar
mis sueños guardados.

Para nuestra queridísima Bel



De (*, en su particular Luna de papel


I.M.


LoS ZaPaToS De oLiVio

Para Bel, que me animó a imaginar esta historia.
Para Juan y María, los niños que la imaginaron conmigo.

Camino nuevo

Olivio observaba, como de costumbre, el mundo girar. Olivio vivía en un pueblo tan pequeño, tan pequeño, tan pequeño, que cuando descubrió que más allá de sus cuatro calles había campo, y había mares, y también carreteras, ciudades y otros pueblos, sintió de inmediato la inquieta llamada de la curiosidad. Nada le gustaba más a Olivio que observar el paisaje por la ventanilla del coche cuando, cada mañana, su madre le llevaba al colegio del pueblo vecino. Y es que el pueblo de Olivio era tan pequeño, tan pequeño, tan pequeño que ni siquiera tenía una escuela para que los niños aprendieran a leer y a contar. Mamá, ¿y por qué el mundo gira a velocidades diferentes?, preguntaba Olivio todas los días sin excepción. A lo que su madre contestaba: Hijo mío, porque en esta vida el que no corre, vuela. Y como Olivio no entendía muy bien qué quería decir, añadía siempre un "ah" y luego se fundía con el paisaje. Olivio no podía comprender por qué el mundo que más alejado se encontraba del coche avanzaba a un ritmo mucho más lento que el mundo más próximo, que no sólo era un borrón (un borrón de asfalto, un borrón de vallas, un borrón de matorrales), sino que además no avanzaba, ¡retrocedía! Olivio pensaba mucho en todas estas cosas hasta que se cansaba y se ponía a jugar a adivinar los árboles del camino. Pino, castaño, naranjo, ciprés, olivo... decía. Mamá, ¿y por qué me llamo Olivio?, preguntaba también cada mañana sin excepción. A lo que su madre contestaba: Hijo mío, porque el pueblo en el que vivimos es tan pequeño, tan pequeño, tan pequeño que el único lugar que hay para esconderse está detrás del tronco del olivo del callejón tapiado. Justo allí detrás tu padre y yo te inventamos con amor. Muchos niños han sido inventados con amor detrás del tronco del olivo, ¿sabes? Entonces Olivio volvía a decir "ah" y se fundía de nuevo con el paisaje. Tuvieron que pasar todavía unos cuantos años para que Olivio comprendiese del todo por qué el mundo estaba hecho a franjas que giraban y giraban en direcciones y a tiempos distintos y por qué en su pueblo más de uno, más de tres y más de cinco habían sido llamados con su mismo nombre.

Por cosas de mayores, según le había dicho su madre, fue durante un invierno muy frío cuando a Olivio lo sacaron de su colegio para llevarlo a otro nuevo. ¡Un colegio en la ciudad, cariño mío!, le decía ilusionada la madre al hijo. Pero éste, una vez más, no llegó a entender muy bien todo lo que su madre le explicaba y no pudo sino malhumorase porque, de la noche a la mañana, había tenido que dejar de ver a sus amigos y madrugar el doble o más que antes. Camino nuevo, camino nuevo... le decía su madre mientras aceleraba hasta llegar a 12o en la autopista. El pequeño Olivio, con la mirada empañada, no pudo ver nada durante muchos días seguidos. Pensó que se debía al cambio de velocidad.

el alma se sorprende

Tú, lector, piensas sin embargo que fueron las lágrimas las culpables. Pero tampoco. La primera mañana de febrero Olivio frotó con la manga de su jersey granate el cristal de la ventanilla. Puso cara de no entender, pero al segundo lo entendió todo: había sido el vaho translúcido el que no le había permitido seguir observando aquel nuevo mundo de carreteras de más de un carril, de fábricas de humo negro y de edificios de más de tres plantas. Olivio sonrió y pegó más que nunca su cara al húmedo cristal. Olivio quiso jugar a adivinar los árboles de aquel nuevo trayecto, pero como estaban todos pelados, sin hojas y sin flores y sin frutos, no los supo reconocer. Entonces Olivio quiso jugar a encontrar formas en las nubes. La nube pez espada, la nube enanito, la nube palmera, la nube... ¿Zapato? Del tendido eléctrico colgaba, efectivamente, un zapato. Se balanceaba al son del viento, atado como estaba a los cables por los cordones, dibujando una sonrisa de un lado a otro, de un lado a otro... A Olivio, sin embargo, no le llamó especialmente la atención y no tardó en reengancharse al juego de las nubes. La nube guitarra, la nube tetera, la nube flor... hasta que su madre le dejó en la puerta del colegio. Sólo entonces se dio cuenta de que le faltaba el calzado de su pie izquierdo y, asombrado, ¿cómo podía ser?, recordó el zapato colgante. Durante todo el día tuvo que soportar las burlas de sus compañeros y, al llegar la tarde, desangelado, montó en el coche sin decir ni mu. Su madre no tuvo tiempo de enterarse del acontecimiento porque ni siquiera le preguntó. Para sorpresa de Olivio, cuando pasó por delante del tendido eléctrico, buscó el zapato y no lo encontró. Luego se miró el pie y dijo "oooh", porque ahí estaba, bien puesto el zapato en su pie, sí, y perfectamente acordonado.

Al día siguiente, Olivio le pidió a su madre que le atara más fuerte que nunca los cordones. No sirvió de nada. Al pasar por el tendido eléctrico Olivio observó, atónito, dos zapatos reposando sobre los cables. Ay, Olivio, Olivito, que puso cara de no entender, pero al segundo... Por miedo a descubrir lo que no quería, cerró tanto los ojos que luego no recordó cómo abrirlos, y cuando salió del coche, con los párpados arrugados, sintió que algo se le mojaba: eran sus pies descalzos que se habían metido de lleno en un charco. Ji, ji, ja, ja... Cómo se reían todos de Olivio... Oh, oh, ah, ah... Cómo recuperó Olivio sus zapatos... ¡Y cuánto se agudizó su ingenio! Necesitaba más zapatos, eso pensó el niño. Y por eso, a la mañana siguiente, además de los dos que se calzó, guardó otro par, el de los domingos, en su mochila. Unos zapatos de repuesto. Y ya, lector, ya sé que lo imaginas. Olivio encontró tres zapatos en el tendido y un zapato en su mochila. Necesitaba más zapatos, siguió pensando el niño. Y por eso sumó el par de deportivas de los días de gimnasia. Y entonces fueron cinco zapatos en el tendido y un zapato en su mochila. ¿Necesitaba más zapatos? Y por si acaso se guardó las chancletas del verano. Y siete zapatos en el tendido, un zapato en su mochila y todos, como siempre, recuperados al atardecer. En apenas una semana, el tendido eléctrico quedó plagado de los más variados modelos de zapatos que Olivio, previamente, había ido recopilando. Si uno no prestaba mucha atención, si miraba de refilón, podía llegar a creerse que se trataba de unos pájaros que sentían pereza por volar. Pero no, aquello era verdaderamente un misterio. Mucho más que las franjas de mundo giratorias y que cuantos Olivios pudiesen existir por metro cuadrado. Mucho más que los árboles irreconocibles y las nubes con forma. Mucho más que todo. Aquello era toda una aventura.

almendro en flor

Con la llegada del fin de semana, Olivio compartió su secreto con sus amigos del pueblo: Olivio B., Olivio G. y Olivia, la nieta de la panadera. Fascinados como quedaron ante la narración de los hechos, todos quisieron buscar una explicación. Olivio G., que estaba acostumbrado a habitar con los duendes azules cada vez que su padre lo castigaba en la bodega sin agua pero con vino, pensó, sin duda, que seguramente ellos, los duendes, habían tenido algo que ver. Pero Olivia, que ya de niña había descubierto que las cosas que no tienen vida en realidad sí la tienen (como los bollos que hacía su abuela que tanto crecían y se hinchaban dentro del horno, o como el aceite en la sartén de freír rosquillas que siempre le sorprendía cuando menos se lo esperaba haciendo chup, chup), opinó que los zapatos podían volverse invisibles, y desatarse y atarse a su antojo, y volar hasta donde ellos quisieran, sin que uno se diese cuenta. Muy alto, matizó, muy, muy alto. Sin embargo, Olivio B., cuyos padres le habían privado desde siempre de la imaginación, aunque hizo un esfuerzo por creérselo, y casi, casi lo consiguió, finalmente no pudo sino decir que Olivio sólo estaba tomándoles el pelo, igualito que los niños de ciudad hacían con los de pueblo, y que la historia de los zapatos era un cuento de buenas noches que después había seguido soñando, primero dormido y luego despierto, y que, entonces, intentaba hacerles creer a los demás. Olivio G. le interrumpió, cansado de la insulsa palabrería de su amigo, para abandonar la idea de los duendes y apostar por los piratas del cielo que atracaban coches desde los aires. Olivio sonrió porque le gustó la idea, pero, sin embargo, lo que él pensó fue que unos magos equilibristas estaban poniendo en práctica sus trucos de magia y sus ejercicios sobre cuerda utilizando sus zapatos. Rápidamente, salvo Olivio B., que se quedó embobado mirando las piedras, todos iniciaron un viaje en alto cielo, izando las velas de su barco, pescando zapatos, realizando volteretas sobre las finas cuerdas que habían suspendido entre mástil y mástil, hasta que Olivia gritó de repente: ¡Almendro a estribor!, y todos quedaron maravillados ante el árbol sonrosado que había florecido en febrero.

Con la llegada del lunes, Olivio preparó con más ilusión que otros días su mochila de zapatos. Estaba especialmente contento. Se moría de ganas por ver a los piratas y los primeros almendros en flor de la carretera. "La primavera", escribió horas después como rótulo para el dibujo libre que la profesora les había encomendado. Con todo lujo de detalles, Olivio había dibujado la calle tapiada de su pueblo con el olivo delante del muro y con millones de Olivios sentados a su alrededor, algunos estornudando por las alergias. El muro era muy naranja, como de ladrillos, y en lo más alto, un niño descalzo observaba, sonriente, el mundo que había más allá. Más allá de las cuatro calles dibujadas delante del olivo. Más allá. Detrás del muro. Donde estaba el campo y el mar, las carreteras y los coches, las ciudades y los otros pueblos, las llanuras de almendros y los tendidos eléctricos por los que viajaba la luz, los piratas surcando el cielo guiados por los duendes azules, las alas invisibles de unos zapatos invisibles que volaban hacia los cables, los magos equilibristas retorcidos en sí mismos, rozando las nubes con forma... Más allá del muro estaba el mundo de todo lo posible, el mundo que, algunos, como Olivio B., no podían disfrutar, porque antes preferían negarlo que buscarlo para darse cuenta que era tan real como cualquier otro. Es ese mundo que gira en direcciones y a tiempos muy distintos, ese mundo en el que, descalzos, caminando mientras se vuela, uno puede disfrutar mucho más del suelo. Más allá.



De Gregorio Luri, desde su Café de Ocata

I.M.

ÁNGELES CAÍDOS

Los ángeles tardaban en caer aquella noche.
Nos sentamos sobre la superficie del mar
mirando expectantes las estrellas.
No importaba esperar.

A veces los ángeles tardan en caer, pero es raro que no chispee alguno.

Como el mar, como el presente y el deseo,
el cielo en un instante se alborota.

Parecen estrellas fugaces pero el ruido del golpe contra el suelo
y la pequeña explosión de plumones blancos los delata.

Y tullidos se levantan renqueando.

Unas veces se reencarnan entre los transeúntes
y entonces hasta en el esclavo de Admeto
puedes reconocer el sagrado perfil de Apolo,
otras, vagan informes por el mundo
hasta que se quedan sin plumas
y se vuelven completamente transparentes.
Posiblemente se desvanecen en la nada
mientras se interrogan
por el yo que hurga en su yo como en desechos
sin encontrarse nunca
e intentan aceptar
sin aspavientos la crueldad natural de las cosas. (De autor anónimo)



De Fusa, desde su increíble Show

Basta el rojo
de quizá tus labios
o quizá tus ojos
después de haber llorado
o quizá tus manos
después de alguna lucha.

Basta el olor
de una amapola
una simple e infinita
amapola.

Basta tu recuerdo
para que
de noche
en autobús
camino de cualquier parte
piense en ti y me diga
que no hace falta una tarde de sol
ni una mañana de playa
en la que el agua
nos toque los tobillos
y nos haga sonreír,
que basta con el rojo y con el olor
simple e infinito,
basta para que te piense
y te tenga a mi lado,
tan cerca que ni siquiera
puedo tocarte.



De Lobosluna en sus Palabras que queman

Amapola en octubre

Madre, no conozco una amapola,
¿cómo es?

Es dulce, hijo, y su aroma
se prende en el alma
como un arrullo cálido
en noches de invierno.

Madre, no conozco una amapola,
¿dónde vive?

En tu boca, hijo,
en tus manos apretadas
de jugosas primaveras
que aún no llegan.

Madre, no conozco una amapola,
¿a qué huele?

A las perlas que bañan
tus mejillas en la tarde
preñada de juegos
que jadeas lleno de dicha.

Madre, no conozco una amapola,
¿cómo crece?

Con silencio, hijo, con sonrisas
y palabras que se
desgranan en una aurora
solitaria, cualquier día,
cuando nadie mira.

Madre, no conozco una amapola,
¿la conoceré algún día?

Un octubre, hijo, cuando
se te hinche el pecho
de mariposas, y el alma
te tiemble un poco al decir su nombre.



Del Conde, aunque Nunca estuve en Fanzara

Es fosc l’aguait de l’univers ;
mots siderals de llum a la boca
i llurs besllums a cops son fers;
triar entre els estels sempre toca.

Delicat l’ensum de fulles closes
d’una rosella colrada de tardor,
que canta rere les nuvoloses
i foragita amb un somriure la fredor.

En un altra paralèl-la galàxia rau;
fulgurant parpelleja i dóna
l’escalf amic a ulls clucs suau,
com el músic xiu-xiu de l’ona.



De Zenyzero desde su brillante Zen y Za

Let´s do it, and I recall
springs and creeks do it
and montains and hills

Let's fall in love
like high seas upon
the shore, upon the rocks

Let´s play loving
like music talks
like moon, like sun

Let's wonder why
some fools sleep
without doing it

Tears do it, and laugh
and pain, and rain,
Let´s do it Bel.



Del poeta Antonio Manuel Fernández Morala

LAS AMAPOLAS.

Las amapolas no nacen entre los trigos, sino que

los trigos nacen entre las amapolas.

Esta cosilla está dedicada, (y es suya), a Isabel M.



Ya he hablado en otras ocasiones de las muestras de amistad de Montse G. Juárez, de su Cuaderno de poesía y de sus blogs, pero hoy quería recordar aquí el regalo que me hizo un día que las Amapolas necesitaban una sonrisa. Os aseguro que no tiene desperdicio.





Como tampoco lo tiene el que otra vez me recomendó la Princesa de hojalata, dice ella, aunque yo la veo dorada:





Y ahora, que en todos los campos han florecido, es el momento de que éstas se retiren con una gran sonrisa y mi agradecimiento de nuevo hasta... ¿octubre? tal vez, aunque no sé si podrán resistir tanto tiempo sin vosotros.

Días de pasión



"Cada palabra nuestra -en el tiempo que denominábamos vacío-, cada palabra era tan leve y estaba tan vacía como una mariposa: la palabra volteaba desde dentro contra la boca, las palabras se decían pero no las escuchábamos (...) sólo veíamos las bocas moviéndose pero no las oíamos; mirábamos uno hacia la boca del otro viéndola hablar, y poco importaba que no escuchásemos, oh, en nombre de Dios, poco importaba.

(...)

En esos intervalos pensábamos que estábamos descansando uno de ser el otro. En verdad era el gran placer de no ser el otro. Todo terminaría cuando acabase lo que denominábamos intervalo de amor; y porque iba a terminar, pesaba tembloroso con el propio peso de su fin ya en sí. Me acuerdo de todo eso como a través de un temblor de agua.

Ah, ¿será que nosotros originariamente no éramos humanos?¿Y que, por necesidad práctica, nos volvimos humanos? Eso me horroriza, como a ti. Pues la cucaracha me miraba con su caparazón de escarabajo, con su cuerpo reventado hecho de tubos y antenas y blando cemento; y aquello era innegablemente una verdad anterior a nuestras palabras, aquello era innegablemente la vida que hasta entonces yo no había querido.

-Entonces... entonces, por la puerta de la condenación comí la vida y fui comida por ella. Comprendía yo que mi reino es de este mundo. Y esto lo entendía por la parte del infierno que hay en mí. Pues en mí misma me he visto cómo es el infierno.

(...)

Y todo eso -¡oh, horror mío!-. todo eso ocurría en el amplio seno de la indiferencia... Todo eso perdiéndose a sí mismo en un destino en espiral, y éste no se pierde a sí mismo. En ese destino infinito, hecho solamente de cruel actualidad, yo, como una larva -en mi más profunda inhumanidad, pues lo que hasta entonces se me había escapado era mi real inhumanidad-, yo y nosotros como larvas nos devoramos en carne blanda.

¡Y no hay castigo! He ahí el infierno: no hay castigo. Pues en el infierno gozamos del regocijo supremo de lo que sería el castigo, del castigo hacemos, en este desierto, más un éxtasis de risa con lágrimas, del castigo hacemos en el infierno una esperanza de gozo."

De La pasión según G.H., Clarice Lispector




Ten piedad de mí, Señor de La pasión según San Mateo, Johann Sebastian Bach

El descubrimiento de Eula Beal debo agradecérselo a Antonio Castellón que nos la ha traído hoy a su Cuaderno nocturno.